El pequeño Sol estaba en plena fase de exploración. Con apenas un año de edad, su curiosidad y energía parecían no tener límites. Esta vez, sus padres habían organizado una pequeña área de juego en el salón, donde habían dispuesto muchas almohadas de todos los tamaños y colores para que él pudiera gatear y trepar sin peligro. Las almohadas estaban apiladas como una gran montaña mullida, un escenario perfecto para las travesuras de Sol.
Sol miró aquella enorme pila de almohadas con fascinación. Le parecía la cosa más emocionante del mundo. Sus pequeños ojos brillaban con entusiasmo, y sin pensarlo dos veces, decidió que era hora de emprender una gran aventura de escalada. Comenzó gateando con determinación hacia la montaña, empujando las almohadas con sus manitas y pies. Cada vez que intentaba escalar, alguna almohada se movía y él se deslizaba hacia abajo, aterrizando de forma divertida sobre las otras. Pero, lejos de frustrarse, Sol reía a carcajadas. Cada caída era para él una oportunidad más para intentarlo de nuevo.
Mientras intentaba alcanzar la cima, sus padres lo observaban desde la puerta de la cocina, intercambiando miradas divertidas y sonriendo ante el entusiasmo de su pequeño. Sol intentaba una y otra vez, hasta que, finalmente, después de muchos intentos y un sinfín de risas, ¡llegó a la cima! Una vez en lo alto, se sentó con orgullo, con una gran sonrisa en el rostro. Desde su “montaña” podía ver todo el salón y se sentía como el rey del mundo. Al mirar alrededor, se dio cuenta de que podía ver incluso el techo del salón, y la lámpara que colgaba parecía un sol lejano.
Pero la aventura de Sol no había terminado ahí. Al mover una de las almohadas de la cima, toda la montaña comenzó a desmoronarse. De repente, Sol se deslizó rápidamente hacia abajo, rodando y riendo mientras las almohadas se dispersaban por todas partes. Al caer, terminó acostado sobre una enorme almohada amarilla, con una expresión de pura felicidad. Sus padres se acercaron y lo encontraron rodeado de almohadas, riendo y aplaudiendo como si hubiera tenido la mejor aventura de todas.
—¡Vaya, pequeño escalador! —dijo su mamá, recogiendo algunas almohadas mientras reía.
—Parece que has conquistado la montaña y has bajado rodando como un campeón —añadió su papá, sentándose a su lado.
Sol miró a sus padres y, con una risita traviesa, decidió que la aventura aún no había terminado. Gateó hacia el sofá del salón y empezó a intentar subir. Sus padres lo ayudaron un poco, y cuando finalmente estuvo encima, ¡Sol decidió que el sofá sería su nuevo fuerte! Con la ayuda de sus padres, colocaron varias almohadas alrededor del sofá, creando un pequeño muro para que Sol pudiera estar “a salvo” dentro de su fuerte.
—¡Es un fuerte invencible! —dijo su papá, señalando el muro de almohadas.
Sol miraba desde su fortaleza con una expresión muy seria, como si estuviera protegiendo su reino. Pero al poco rato, la seriedad se desvaneció y se transformó en una risa contagiosa. Desde su fuerte, empezó a lanzar pequeñas almohadas a sus padres, que fingían esquivar los “ataques” de Sol, llenando el salón de risas.
—¡Cuidado, vienen almohadas voladoras! —gritó su mamá mientras fingía caer al suelo, haciendo reír aún más a Sol.
Después de un buen rato de juegos y risas, Sol se dejó caer sobre las almohadas, agotado pero muy feliz. Sus padres se sentaron a su lado, también un poco cansados pero con el corazón lleno de amor y diversión. Esa noche, mientras preparaban a Sol para dormir, su mamá le dio un beso en la frente y le susurró:
—Hoy has sido todo un aventurero, pequeñito.
Sol bostezó y, con una sonrisa, cerró sus ojitos, listo para soñar con más montañas de almohadas y fuertes invencibles.
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