Hoy era un día muy especial para Rosa: su cumpleaños. Desde que tenía memoria, su madre le regalaba cada año una rosa de un color diferente, una tradición llena de cariño que las unía aún más. El primer año, recibió una rosa roja, luego una rosa amarilla, y así sucesivamente. Cada año, un nuevo color, y cada año, un nuevo recuerdo. Este cumpleaños, sin embargo, el regalo fue especialmente hermoso. Su madre le entregó una rosa blanca, tan pura y perfecta que parecía brillar bajo el sol de la mañana.
—Feliz cumpleaños, mi pequeña Rosa —dijo su madre con una sonrisa, mientras le entregaba la flor—. Te puse Rosa porque las rosas siempre han sido especiales para mí, y tú eres mi rosa más especial.
Rosa sonrió mientras aceptaba el regalo, su corazón lleno de amor. Mientras miraba la hermosa flor blanca, tuvo una idea. Quería sorprender a su madre de alguna forma que demostrara cuán agradecida estaba por todos esos años de amor y dedicación. Entonces se le ocurrió: ¡plantar la rosa y hacerla crecer para su madre!
Rosa ya sabía bastante sobre jardinería, gracias a todo lo que había aprendido en el laboratorio de botánica de la escuela. Había cultivado muchas plantas y estaba emocionada por poner en práctica sus conocimientos. Con mucho cuidado, se dispuso a preparar todo lo necesario para plantar la rosa. Primero, tomó el tallo de la rosa blanca y, con una tijera, cortó tanto la flor como las hojas, asegurándose de dejar un tallo limpio. Luego buscó una botella de plástico vacía de agua y la cortó por la mitad.
Con la parte inferior de la botella, la llenó de tierra fértil y luego clavó el tallo de la rosa con mucho cuidado. Sabía que la rosa necesitaba un ambiente cálido y húmedo para crecer, así que utilizó la otra mitad de la botella como una especie de invernadero, cubriendo la planta para protegerla. Cada día, Rosa se aseguraba de regar el tallo y mantener la tierra húmeda, siguiendo los métodos que había aprendido en sus clases de botánica. Observaba con atención cada pequeño cambio, anotando el progreso y esperando con ilusión que su sorpresa pudiera hacerse realidad.
Los días pasaron, y Rosa cuidó de la planta con la misma dedicación y paciencia que usaba en sus experimentos del laboratorio de botánica, asegurándose de proporcionar el ambiente perfecto para el crecimiento. Después de quince días, notó que el tallo comenzaba a desarrollar pequeñas raíces. Emocionada, decidió que era momento de pasarla a una maceta más grande. La llenó con tierra fresca y, con mucho cuidado, trasplantó el pequeño tallo enraizado. Todos los días, después de la escuela, Rosa regaba la planta y la colocaba donde pudiera recibir suficiente luz solar.
Pasaron algunas semanas, y un día Rosa vio algo increíble: ¡pequeños brotes de rosas comenzaban a aparecer! Eran de un blanco puro, igual que la rosa que su madre le había regalado en su cumpleaños. Rosa no podía contener la emoción. Había logrado lo que se había propuesto, y ahora tenía una hermosa sorpresa para su madre.
Una tarde, cuando las rosas blancas ya estaban en plena floración, Rosa llamó a su madre al jardín.
—Mamá, quiero enseñarte algo —dijo Rosa, llevando a su madre hacia la maceta.
La madre de Rosa observó con curiosidad hasta que vio las rosas blancas, idénticas a la que le había regalado a su hija semanas atrás.
—¡Oh, Rosa! ¿Son... son las mismas rosas? —preguntó su madre, asombrada.
Rosa asintió, sonriendo de oreja a oreja.
—Sí, mamá. Planté la rosa que me diste, y ahora estas son para ti. Gracias por todos estos años de rosas y amor.
La madre de Rosa se emocionó hasta las lágrimas, abrazando a su hija con fuerza. Para ella, esas rosas eran mucho más que flores; eran un símbolo del amor y la conexión especial que tenían. Y así, el cumpleaños de Rosa se convirtió en un día aún más especial, lleno de amor, flores y una hermosa sorpresa que siempre recordarían.
Comentarios
Publicar un comentario