Hoy, te traigo otra aventura de Juan el Travieso, ese niño de ocho años que siempre encuentra la manera de convertir cualquier situación cotidiana en algo inesperado... aunque no siempre con los mejores resultados.
Era un día lluvioso y Juan estaba en casa de su abuela. La abuela, como cada tarde, estaba en la cocina preparando un delicioso cocido. Juan, aburrido y curioso, decidió explorar el estante de las especias. Siempre le había fascinado la variedad de frascos con colores y olores diferentes, y esa tarde, mientras la abuela estaba concentrada picando las verduras, se le ocurrió una idea: ¿qué pasaría si le añadiera un poco más de sabor al cocido?
Sin que la abuela se diera cuenta, Juan tomó algunos frascos. Primero, un poco de pimienta negra, luego algo de canela, y por último, y con gran entusiasmo, un buen puñado de azúcar. Todo aquello fue a parar al cocido que burbujeaba suavemente en la olla.
—¡Esto seguro que hará que sepa mejor! —se dijo Juan a sí mismo, sonriendo mientras volvía a dejar los frascos en su lugar.
Al llegar la hora de la cena, toda la familia se sentó alrededor de la mesa. La abuela, orgullosa, sirvió el cocido a todos. Juan observaba con nerviosismo, esperando a ver las reacciones. La primera en probar fue la abuela, que frunció el ceño al instante. Luego el abuelo, quien hizo una mueca de sorpresa. Finalmente, Juan también probó un poco y casi escupe el bocado. El cocido sabía... raro, dulce y picante al mismo tiempo, un auténtico desastre.
—Juan, ¿tú sabes algo de esto? —preguntó la abuela, mirándolo fijamente.
Juan bajó la cabeza y confesó con voz baja:
—Sí, abuela... quise mejorar el sabor, pero creo que me pasé un poco.
La abuela suspiró, y aunque estaba claramente molesta, decidió no hacer una escena. Le explicó a Juan que la cocina es un lugar donde se requiere cuidado y paciencia, y que no todas las combinaciones son buenas ideas. Juan se sintió mal, no solo por el sabor del cocido, sino por haber decepcionado a la abuela.
Al día siguiente, decidió compensar el desastre. Se levantó temprano, buscó una receta de bizcocho en el viejo libro de cocina de la abuela y se puso manos a la obra. Mezcló los ingredientes con mucho cuidado, aunque derramó un poco de harina aquí y allá, y finalmente metió la masa al horno. El bizcocho no salió perfecto: estaba un poco quemado por los bordes y algo hundido en el centro, pero lo había hecho con todo su esfuerzo.
Cuando la abuela entró a la cocina y vio el bizcocho, sonrió. No era el mejor bizcocho del mundo, pero sabía que el pequeño Juan lo había hecho para compensar su travesura del día anterior.
—Gracias, Juan. Lo importante es la intención, pero mejor no toques más la cocina hasta que te enseñe un poco más. Si quieres, mañana podemos pasar tiempo juntos y te enseñaré algunas pautas básicas para cocinar bien —dijo la abuela, dándole un abrazo.
Juan aprendió que la cocina no era un lugar para hacer travesuras, sino para poner cariño y paciencia en cada plato. Y aunque el bizcocho no estaba perfecto, aquella tarde lo disfrutaron juntos, riendo y recordando la extraña cena del día anterior.
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