Hoy, la curiosidad de Juan el Travieso lo llevó un paso más allá, a una aventura que, al final, no salió como esperaba.
Era un día soleado, y Juan estaba jugando en el jardín cuando se dio cuenta de algo curioso. La ventana de la casa del vecino, el señor Martínez, estaba abierta. El señor Martínez siempre tenía cosas interesantes en su casa: una gran colección de relojes antiguos, algunos libros extraños que parecían tener siglos, y muchas cajas que despertaban la imaginación de Juan. Sin pensarlo mucho, se acercó sigilosamente y echó un vistazo por la ventana. No había nadie en casa.
—Max, esto se pone interesante —dijo Juan en voz baja, mirando a su perro que lo seguía de cerca.
Impulsado por la emoción, Juan decidió entrar. Trepó por la ventana y cayó con cuidado en el interior de la casa. Todo estaba silencioso, y la luz del sol se filtraba por las cortinas, creando un ambiente misterioso. Max, que era más pequeño, se quedó afuera, observando todo con sus orejas erguidas.
Juan caminó con pasos sigilosos por el salón, observando los relojes que adornaban las paredes. Cada uno marcaba una hora diferente, y el constante tic-tac llenaba la habitación. En la esquina, había una estantería llena de libros viejos y polvorientos. Juan se acercó y sacó uno, abriéndolo para descubrir unas ilustraciones extrañas de animales y mapas.
Pero lo que más llamó su atención fue una caja de madera que estaba sobre la mesa. Sin pensarlo, la abrió y descubrió dentro una colección de pequeños objetos brillantes: monedas, relojes de bolsillo y alguna que otra joya antigua. Juan no pudo evitar tocar cada uno de los objetos, maravillado por los detalles.
De repente, escuchó un ruido en la puerta principal. ¡El señor Martínez estaba regresando a casa! Juan sintió cómo su corazón empezaba a latir más rápido. Cerró la caja rápidamente, dejó el libro en la estantería, y se dirigió hacia la ventana por donde había entrado. Pero en su prisa, tropezó con una silla y la hizo caer, causando un gran estruendo.
—¿Quién anda ahí? —gritó el señor Martínez desde el pasillo.
Juan no se lo pensó dos veces. Saltó por la ventana y salió corriendo, seguido de Max. Corrieron hacia su casa sin mirar atrás. Cuando por fin se detuvieron, ambos estaban sin aliento, pero a salvo.
Esa tarde, el señor Martínez fue a hablar con la abuela de Juan. Le contó lo que había sucedido y cómo había escuchado a alguien dentro de su casa. La abuela, muy avergonzada, llamó a Juan y lo hizo confesar. Juan, con la cabeza baja, admitió lo que había hecho. Sabía que había sido una mala idea, y se disculpó con el señor Martínez.
El señor Martínez, aunque estaba molesto, aceptó la disculpa. Le explicó a Juan que entrar en la casa de otra persona sin permiso nunca estaba bien, y que no todo lo que despertaba curiosidad debía ser explorado de esa manera. La abuela decidió castigar a Juan, y durante el resto de la semana tuvo que ayudar al señor Martínez en el jardín como forma de compensar su travesura.
Juan aprendió que hay límites que no se deben cruzar, y aunque le encantaba explorar, debía respetar el espacio de los demás. Después de todo, la curiosidad es buena, pero siempre con respeto.
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