El abuelito Manolo comenzó su historia esa noche con su voz ronca y calmada, mientras Lucía, ya arropada en su cama, escuchaba atentamente.
—Había una vez un niño llamado Lorenzo —empezó a contar el abuelo—. Lorenzo era un niño con una imaginación desbordante, siempre se preguntaba cómo sería el mundo si los sueños que teníamos por la noche se hicieran realidad. Esa idea lo intrigaba tanto, que no podía pensar en otra cosa.
Esa noche, mientras dormía, Lorenzo soñó algo muy peculiar. Soñó que se convertía en un chicle gigante. Sentía cómo podía estirarse y encogerse, como si fuera de goma. Al despertar, descubrió algo sorprendente: ¡su cuerpo era increíblemente elástico! Lorenzo no estaba hecho de goma, pero podía estirarse como un chicle. Al principio se asustó, pero luego pensó en todas las cosas que podía hacer con esa nueva habilidad.
En el colegio, durante el recreo, sus amigos jugaban al pilla pilla, y Lorenzo decidió que era el momento perfecto para aprovechar su elasticidad. Podía esquivar a los demás doblando su cuerpo y estirándose para escapar de las manos que intentaban tocarlo. ¡Era tan divertido! Los niños reían y Lorenzo se sentía imparable. Parecía el día más extraño y divertido que jamás hubiera vivido.
Esa noche, de vuelta en su cama, Lorenzo se preguntó qué soñaría esta vez. Cerró los ojos y, antes de darse cuenta, ya estaba soñando. En su sueño, era un majestuoso halcón que volaba por el cielo. Se sentía libre, el viento soplaba bajo sus alas y veía todo el mundo desde arriba, tan pequeño y tranquilo. A la mañana siguiente, cuando despertó, Lorenzo sintió un cosquilleo en la espalda, y al mirar al espejo, ¡descubrió que le habían crecido alas! Sin pensarlo dos veces, salió al jardín y comenzó a volar. Se elevó por encima de los árboles y giró en el aire como un auténtico halcón. Pasó todo el día volando y sintiéndose el niño más especial del mundo.
Pero esa misma noche, Lorenzo tuvo un sueño diferente, un sueño que no era divertido. Soñó que era un muñeco de piedra, inmóvil, atrapado en el centro de la plaza del pueblo. Podía ver a los otros niños corriendo y jugando, pero él no podía moverse, no podía hablar. El frío de la piedra lo envolvía, y un sentimiento de soledad lo invadió. La gente pasaba a su lado, pero nadie se detenía. Lorenzo quería gritar, pedir ayuda, pero sus labios de piedra no se movían. El sueño se sentía tan real que Lorenzo comenzó a sentir miedo, un miedo profundo y desesperado.
Justo cuando pensó que estaría atrapado para siempre, Lorenzo se despertó de golpe, con el corazón latiendo rápidamente y sudor en la frente. Miró a su alrededor, se tocó los brazos, la espalda... No había alas, ni elasticidad. Solo era él, Lorenzo, un niño normal y corriente. Se sentía tan aliviado que casi quería reír.
—Menos mal que solo fue un sueño —dijo Lorenzo para sí mismo, sonriendo.
El abuelito Manolo se detuvo, sonriendo mientras miraba a su nieta Lucía, quien ya empezaba a quedarse dormida.
—Así que, Lucía —dijo con voz suave—, quizás no sería tan bueno que todos los sueños se hicieran realidad, ¿verdad? A veces, los sueños son mejor dejarlos en nuestra imaginación.
Lucía, con los ojos medio cerrados, solo pudo murmurar un "sí, abuelo" antes de dejarse llevar completamente por el sueño.
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