Lucía estaba emocionada porque era Halloween y, como cada semana, esa noche se quedaría a dormir en casa de su abuelo Manolo. Las calles estaban llenas de niños disfrazados, de risas y del suave crujir de las hojas secas bajo sus pies. Lucía, ya en su pijama de fantasmitas, se acurrucó en la cama esperando el cuento de esa noche. Sabía que el abuelo siempre tenía algo especial preparado para Halloween.
El abuelo Manolo, con su voz ronca y cálida, comenzó a contar: "Había una vez un pequeño pueblo llamado Villa Sombría, donde cada Halloween sucedía algo muy especial. En la plaza del pueblo, había un jardín lleno de calabazas de todos los tamaños. Pero estas no eran calabazas comunes, eran calabazas encantadas. Cada 31 de octubre, cuando la luna llena brillaba en el cielo, las calabazas cobraban vida y se convertían en los guardianes del pueblo."
Ese año, Tomás y Ana, dos niños del pueblo, habían oído las historias sobre las calabazas encantadas, pero nunca las habían visto en acción. Decidieron quedarse despiertos toda la noche para comprobar si la leyenda era cierta. Se escondieron tras un arbusto en la plaza, con linternas y mantas para no pasar frío.
A medianoche, cuando el reloj de la iglesia dio las doce campanadas, algo increíble comenzó a suceder. Las calabazas empezaron a brillar con una luz anaranjada y, poco a poco, se levantaron del suelo. Sus ojos tallados se iluminaron y de sus bocas salían chispas que parecían pequeñas estrellas. Las calabazas comenzaron a moverse, flotando suavemente por la plaza, y entonces, una de ellas se acercó a Tomás y Ana.
—¡Hola, pequeños curiosos! —dijo la calabaza con una voz suave y amistosa—. Somos los guardianes de Villa Sombría. Cada año, en Halloween, nos aseguramos de que todo esté en calma y que ningún espíritu travieso cause problemas.
Tomás y Ana se miraron con los ojos muy abiertos. ¡La leyenda era cierta! La calabaza les explicó que, esa noche, debían ayudar a mantener el equilibrio entre el mundo de los vivos y el de los espíritus. Los niños, emocionados, siguieron a las calabazas mientras estas patrullaban la plaza y los alrededores, asegurándose de que los fantasmas que rondaban no asustaran demasiado a los habitantes del pueblo.
En un momento, Ana notó que una pequeña calabaza estaba teniendo problemas para flotar. Parecía que algo la retenía en el suelo. Tomás se acercó y, con mucho cuidado, la levantó. La calabaza, agradecida, brilló con más intensidad y, en ese instante, todos los espíritus que había en la plaza se detuvieron, como si estuvieran viendo algo maravilloso. La pequeña calabaza había liberado una luz tan cálida que incluso los fantasmas más traviesos se quedaron quietos, hipnotizados por su brillo.
Cuando el reloj volvió a marcar la una de la madrugada, las calabazas comenzaron a regresar al jardín y se posaron de nuevo en el suelo, apagando su luz poco a poco. La plaza quedó en silencio, y los fantasmas desaparecieron entre la niebla, regresando al lugar del que habían venido.
Tomás y Ana, aún sorprendidos por lo que habían vivido, se despidieron de la pequeña calabaza, que les guiñó un ojo antes de volver a ser solo una calabaza más. Los niños corrieron a casa, emocionados por contarle a sus padres lo que habían visto, aunque sabían que probablemente no les creerían.
El abuelo Manolo terminó el cuento con una sonrisa, mientras veía a Lucía cerrar los ojos poco a poco, imaginando calabazas que flotaban y guardianes mágicos que protegían el pueblo. "Y así, querida Lucía, es como las calabazas de Villa Sombría siguen cuidando a todos, cada Halloween... Buenas noches, pequeña", susurró el abuelo mientras apagaba la luz.
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